El coloso de mármol que es Atenas irradia jovialidad y alberga en sus calles y en el ágora un constante ajetreo, pero la situación cambia considerablemente por la noche, con su silencio generalizado y sus luces solitarias y melancólicas, como fantasmas errantes por las calles de la ciudad.
La luz que emanaba del candil se
dispersaba a lo largo del patio interior, permitiendo discernir las figuras
hoplitas de los jarrones que decoraban las finas paredes de adobe.
-Normalmente, ya deberías yacer en tu
lecho. –Decía Arístides en voz baja.
-Así es, ¿cuál es el motivo, pues, por
el que me has hecho reunirme contigo aquí, padre? –Preguntó Khristophoros,
extrañado.
-Tu partida a la guerra, ¿cuál sería si
no? –Respondió el padre, preocupado.
-No sufras, estoy preparado para lo que
el porvenir me depare. ¡Definitivamente rechazaremos a los bárbaros! –Dijo,
casi vociferando, el joven efebo.
-Se llaman medas o persas. No sabes ni
cómo se llama el enemigo. Y más esencial, ¡ni sabes por lo que luchas! –Le
reprochó Arístides.
-Padre, sé por lo que lucho: lo hago por
la ciudad. –Contestó un confiado Khristophoros .
-Mal, pésimo. ¡Luchas por la libertad!
¡Por nuestra democracia! Deja que te cuente una historia…
-Te equivocas si piensas que soy todavía
un niño. –Le interrumpió Khristophoros, con cierto aire indignado.
-No, el que se equivoca eres tú,
ingenuo. Que Atenea haga el favor de otorgarte sabiduría. No te iba a contar
fábulas de Esopo, pues esta historia es real. Sin embargo, ambas historias
comparten un elemento crucial: ambas contienen una moraleja. –Sermoneó el
astuto progenitor.
-Lo siento padre. –Se resignó
Khristophoros.
-Bien, acomódate y escucha bien:
Dícese de un rey de reyes, amo y señor
de todas las satrapías de las lejanas tierras de oriente y gobernador de
Persia. Poseedor de las más vastas riquezas, en sus tierras son edificados zigurats tan altos que la vista no
alcanza a ver. Sin embargo, en esas tierras, hay guerreros pero no valentía,
hay ciudades pero no ciudadanos, hay hombres pero no hay libertad.
Dicho rey, hace diez años, decidió que
la conquista de nuestra Atenas, Esparta, Tebas, Corinto y toda la Hélade, era su destino. Pero que apague
Apolo la chispa del Sol antes de que dejásemos a un bárbaro usurpar nuestra
recién nacida democracia. Alentados, pues, por la preservación de nuestra
cultura, nuestro idioma, nuestros dioses y lo que es más importantes, por
nuestra condición de ciudadanos libres, partimos hacia la guerra. El día 6 del
primer mes del equinoccio de otoño, nuestro esclavo me despertó sobresaltado:
los invasores estaban a unos pares de días de las costas de Maratón. Rápidamente,
me coloqué mi panoplia hoplita: me puse mi thórax;
mi coraza de bronce, las cnémidas;
las grebas y el casco corintio, para después coger el hoplon; el pesado escudo y la dóry
junto a mi xifos; lanza y espada,
respectivamente. Nos reunimos en el ágora con el Sol empezando a alzarse en el
horizonte. Los strategos, hicieron un
recuento de nuestros hombres. No superábamos los 10.000 hombres entre el
ejército y la guarnición. Inmediatamente, partimos a marcha forzada hacia la
ciudad de Maratón, pasando por los incontables riscos y acantilados del Ática.
A pesar de nuestras pesadas panoplias, llegamos a la playa de Maratón en unas 5
o 6 rotaciones completas del Sol. Establecimos nuestro campamento frente a la
gran muchedumbre extranjera y frente a las olas que Poseidón mandaba furioso, a
unos dos hippikon –ocho estadios-.
Allí, mantuvimos una inquieta y sobretodo, tensa espera de cuatro días.
Recuerdo, cómo se hundían mis sandalias en la fina arena y cómo sentía la brisa
marina en uno de mis rutinarios paseos por el campamento, paseos que combinaban
una extraña sensación de tranquilidad y de constante tensión al mismo tiempo.
Recuerdo también, cómo dediqué un momento a observar de cerca a uno de los
miles y miles de invasores congregados en la playa. Éste, portaba una frágil
lanza y un escudo, de mimbre probablemente, además de ir ataviado con largas
túnicas púrpuras y de cubrir su cara completamente, a excepción de sus ojos,
con un pañuelo blanco. Definitivamente, estos bárbaros eran realmente
singulares, ¿es que acaso no querían mostrar su figura corporal? Éramos su viva
contraposición, desnudos completamente, a excepción de nuestra panoplia
hoplita, la protección más fundamental. Pero mis esbozos de disertación se
vieron interrumpidos el quinto día. Con Helios
cabalgando bien alto sobre nuestras cabezas, finalmente el ejército forastero
tomó la iniciativa. Cientos de arqueros orientales se adelantaron unos 100
pies, a la vez que nuestras tropas de infantería ligera armadas con jabalinas,
generalmente esclavos liberados, hicieron lo mismo. No les dio tiempo a éstos
últimos a lanzar más de dos ráfagas de jabalinas cuando las flechas inundaron
el cielo, como si de un eclipse se tratara, provocando un silbido ensordecedor.
Nuestros compañeros fueron masacrados. En ese momento, oí al trompetista tocar
el salpinx. Los strategos se dispusieron a formar la falange, con una línea de
hombres frontal delgada –en la que yo me encontraba en primera fila- y nuestros
dos flancos bien reforzados y gruesos. Volví a escuchar el salpinx: esta vez su melodía era diferente. Esta nueva combinación
de notas, la habíamos planificado antes de partir de nuestra ciudad y
significaba que debíamos cargar. Empezamos a correr con nuestros pesados
escudos hacia los invasores. El cielo se volvió a oscurecer y volvimos a
escuchar el silbido infernal. En ese momento, levantamos nuestros escudos,
sintiendo cómo las flechas quedaban clavadas en ellos. La masa compacta de
músculos y acero que éramos, impactó de manera brutal en las filas enemigas.
Ensarté con mi lanza a un bárbaro, mientras que otro recibió un impacto mortal
de mi escudo en la cabeza. Nos mantuvimos un largo período de tiempo batallando
de la clásica forma en la que llevábamos haciendo desde siempre: mientras que
yo y mis compañeros a mis lados empujábamos hacia delante y luchábamos cuerpo a
cuerpo, los ciudadanos de las filas de atrás empujaban también hacia delante
para mantener nuestra formación y romper la del enemigo. Pero perdimos
rápidamente la ventaja con la que comenzamos cuando los melóforos, los mejores hombres de Darío, comenzaron a presionarnos.
Estuvieron a punto de romper nuestras filas, lo que habría significado nuestra
total aniquilación, pero logramos resistir gracias a nuestra disciplina a
cambio de retroceder unos pasos. Y es que, si en los relatos homéricos se
ensalzaba a los héroes individuales, aquí, éramos un colectivo de hombres
libres que funcionaba como una sola unidad. Finalmente, al retroceder nuestra
línea frontal, los flancos en volvieron a las tropas persas como una pinza,
masacrándolos en el acto. Emprendieron la retirada, pero eso no impidió la
carnicería. La sangre llegaba a los tobillos y el hedor se hizo insoportable en
unos días. Habíamos ganado.
-¿Y cuál, padre, es esa moraleja de la
que hablabas? –Preguntó interesado Khristophoros.
-La moraleja, mi hijo, si todavía no la has logrado discernir, es muy simple pero clara. Nuestra libertad es única en el mundo conocido, por lo que invasores de todo tipo intentarán arrebatártela. Por ello, ésta, no es algo que conseguirás de manera gratuita. Al igual que tu padre y que el padre de tu padre, has de luchar por preservar tu libertad. Así que ve, como ciudadano ateniense y defiende el paso de las Termópilas, defiende tu libertad.